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EL ESTALLIDO DE LA DEMOCRACIA DE LOS EXPLOTADORES

 

El abrupto fin del gobierno de Pedro Castillo, la asunción de Dina Boluarte como presidenta, y el estallido de luchas por su caída, constituyen la expresión más reciente y cruda de la crisis del régimen político establecido por el imperialismo, la burguesía y el reformismo, una vez caída la dictadura fujimorista: el llamado “retorno a la democracia”. En concreto, constituye su estallido.

 

 

 

¿Cómo llegamos a esta situación y qué tareas nos plantea la lucha de clases para superar este momento?

Nacimiento y crisis de la democracia pactada

Como apuntamos en un artículo publicado en diciembre de 2021, “(tras la caída de la dictadura fujimorista) La patronal y el imperialismo, que habían convivido y lucrado durante una década gracias a la dictadura, buscaron la forma de  salvaguardar sus propios intereses. Por eso, los partidos burgueses que impulsaron la transición a la democracia, en lugar de ir hasta el final y echar abajo la Constitución de 1993, pactaron una “transición ordenada”, ofreciendo en el “retorno a la democracia” una promesa de “institucionalidad” limpia y capaz de atender los problemas en los que vivía el país.” (Víctor Montes, El fracaso de la democracia pactada, Bandera Socialista, diciembre de 2021)

 

A dicho acuerdo se sumó toda la izquierda reformista (Patria Roja, Partido Comunista, el entonces Partido Socialista, hoy dentro de Nuevo Perú, etc.), que renunció en aquel momento a mantener la movilización obrera y popular hasta  tumbar la constitución fujimorista, marco legal del Estado.

 

Justamente por eso, aquel régimen “democrático”, heredero de la dictadura, mantuvo importantes elementos autoritarios, pero sobre todo, perpetuó la completa sujeción del país al modelo económico neoliberal, y su ubicación como exportador de materias primas (metales) en la división internacional del trabajo.

 

Y con esto, renunció a ser una democracia, como la entiende el pueblo pobre y trabajador, donde las mayorías populares puedan determinar el rumbo del país y las medidas necesarias para atender sus necesidades y demandas. Y se sometió al poder de las transnacionales y grandes grupos empresariales nativos, ratificando el despojo de los territorios de las comunidades campesinas e indígenas a manos de las grandes mineras, la reconcentración de tierras y el acceso al agua en manos de la agroindustria. Y en las fábricas, minas y comercios del país, garantizó el poder despótico de los patrones sobre los trabajadoras, manteniendo la legislación antilaboral de la dictadura. Sin importar si los gobiernos se decían “de derecha”, “de centro” o “de izquierda”.

 

Como garante de dicho pacto nació el llamado “Acuerdo Nacional”. Institución que, junto a la crisis progresiva del régimen, ha ido desapareciendo de la escena política.

 

Polarización y estallido

 

La elección de Castillo llevó la crisis del régimen democrático, pactado por los partidos de la burguesía y el reformismo contra el pueblo pobre y trabajador, a un nuevo nivel.

 

Hijo indirecto de la derrota del gobierno de Merino y la absoluta crisis de los partidos del régimen (incluídos los que reivindican la dictadura fujimorista, como fuerza popular y Renovación Popular), Castillo pasó a la segunda vuelta de la mano del voto del interior y, sobre todo, de los sectores más empobrecidos del campo (15% de la votación en primera vuelta).

 

Luego, en la contienda contra Keiko Fujimori, sumó a su caudal electoral importantes sectores de la clase obrera urbana y una parte de las clases medias “progresistas”, logrando una sólida votación en toda la sierra del país, llegando a votaciones superiores al 80% en la sierra sur (Puno, Cusco, Apurímac y Huancavelica), en un ambiente de polarización en el que los sectores más rancios de la derecha política revivieron el viejo “terruqueo”, y elevaron la candidatura de Fujimori al grado de “cruzada anticomunista”.

 

En este marco, y como decíamos en diciembre del 21, la elección, además, volvió a poner en evidencia “la profunda fractura entre los intereses del interior, más aún de las zonas rurales, con el epicentro de la “bonanza” neoliberal: Lima.”, plaza en la que, junto a la costa central y norte, ganó Fujimori.

 

Vista así, la elección no podía cerrar, ni siquiera encaminar, la crisis que se había hecho crónica desde el gobierno de Pedro Pablo Kyczynski (PPK), quien no pudo terminar su mandato envuelto en conflictos con el legislativo y acusaciones de corrupción en el marco del escándalo Lava Jato.

 

Los meses no hicieron más que reproducir, una y otra vez, la crisis del gobierno y del régimen político, con un Castillo que renunció a aplicar el programa que había levantado, un Congreso con mayoría de derecha que los hostigaba permanentemente, junto a los medios de comunicación, con el objetivo manifiesto de vacarlo, y un conjunto de problemáticas sociales irresueltas demandando salidas a un gobierno que se decía “del pueblo” pero que no tomó una sola medida efectiva para hacerles frente.

 

El 7 de diciembre Castillo, en circunstancias que aún resultan incomprensibles para muchos, intentó abruptamente resolver el conflicto con el legislativo cerrándolo y tomando control del aparato judicial. El intento de golpe, fallido pues las Fuerzas Armadas no siguieron las órdenes del entonces presidente, creó el escenario perfecto para que la reacción parlamentaria tomase control del gobierno, acordando con Dina Boluarte, vicepresidenta de Castillo, conformar un gobierno de “unidad nacional” y quedarse hasta 2026.

 

La respuesta de los pueblos del interior, que al cabo de pocos días se levantaron contra el nuevo gobierno, echó por tierra la posibilidad de que dicho acuerdo prospere, y abrió una profunda fisura en el costado de una democracia que, de inmediato, se dispuso a disparar y matar para sobrevivir.

 

Con esto, el propio régimen se invalidó ante las masas movilizadas, que además de exigir la caída del gobierno, y el cierre del Congreso, es decir, “que se vayan todos”, también exige desechar esta democracia para reemplazarla por otra que, desde su perspectiva, responda a los intereses genuinos de los sectores más pobres e históricamente marginados del país. Y en ese sentido, entienden, levantan la consigna de Asamblea Constituyente.

 

No es posible “defender” esta democracia

 

La brutal represión desatada por la democracia pactada es la prueba final de que el régimen está muerto.

Es decir, la democracia existe, pero no tiene salida ni puede dar solución a las demandas planteadas. Por eso, o avanza en su cauce autoritario para controlar el país, derrotando a sangre y fuego la movilización, potenciando la presencia militar en la vida política del país, modificando su propia esencia, o cae a manos de la movilización del pueblo pobre, profundizando su debilidad.

Y es a esta última variante a la que es necesario apostar. Sin embargo, de producirse, las cosas tampoco son mecánicas: puede suceder (como pasó en Ecuador el año 2000) que tras la caída del régimen, los sectores movilizados devuelvan el poder a los mismos partidos (u otros nuevos) patronales que buscarán “volver a la democracia”, solo para reproducir la misma crisis. Otra posibilidad, es que en el fragor de la lucha, los organismos vivos de la clase trabajadora y el pueblo movilizado tomen en sus manos la definición de un nuevo régimen abriendo la posibilidad de construir un verdadero poder obrero y popular en el país.

¿De qué depende una u otra variante? fundamentalmente del ingreso organizado y consciente de la clase obrera, que es la única clase social que puede enarbolar una verdadera alternativa, revolucionaria, política, económica y social para el país. Porque esta democracia, que es la democracia de los patrones, no puede regenerarse, ni “hacerse humana”, y por tanto no puede defenderse. Es una democracia de explotadores y asesinos del pueblo trabajador. Una democracia pactada en el 2000 contra los trabajadores y el pueblo. Y ha llegado la hora de echarla abajo.