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LAS MUJERES Y LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

“(…) si no hay hombres, nosotras defenderemos (…) entraron las mujeres, sacaron los fusiles, cañones y municiones y fueron al punto de San Sebastián, extramuros de la ciudad, donde colocaron todas las piezas de artillería (…)”

De una carta del soldado Turpín al General Manuel Belgrano, en la que relata el heroísmo de las Cochabambinas

 

Las enormes movilizaciones que han sacudido a Latinoamérica y al mundo en las últimas décadas, contra la violencia machista, para frenar los femicidios y las agresiones sexuales, contra los crímenes de odio, por el derecho al aborto seguro y gratuito, estimularon el interés por valorizar socialmente el papel femenino en la historia.

Mayo de 1810 fue parte de una Revolución Continental que enfrentó militarmente a la Corona Española con sus colonias sublevadas. El ideal colectivo de independencia, la abolición de los regímenes de esclavitud y servidumbre y el conjunto de estrategias para lograr la emancipación, empujaron a criollas, indias, mestizas y afrodescendientes a interrumpir sus “actividades femeninas”, para ocupar roles asignados tradicionalmente a los varones.

Participaron de reuniones clandestinas, llevaron mensajes, hicieron tareas de espionaje, albergaron perseguidos, hicieron colectas. A la retaguardia de todos los ejércitos iban mujeres. Encendían fuegos, daban de comer, curaban heridos con lo poco que tenían a mano, jirones de sus propias ropas y aguardiente o ron a falta de alcohol. Un emblema de estas riesgosas y sacrificadas tareas es Macacha Güemes, hermana del héroe salteño, uno de los dirigentes de la guerra de guerrillas que impidió que los enemigos, “godos”, avanzaran desde el norte, mientras San Martín organizaba y hacía realidad la hazaña del Cruce de los Andes. 

Pero también empuñaron las armas e intervinieron directamente en los combates. Participar en la guerra no estaba permitido a las mujeres. Por ello los “realistas” se ensañaron especialmente en su escarmiento. La jerarquía de la Iglesia Católica, ferviente opositora de la Revolución, las demonizó. Ellas cometieron el “pecado” de desafiar la visión de la época, que consideraba a las mujeres como seres pasivos e inferiores a los varones, una visión con la que todavía hoy, lidiamos.

Ya en el siglo XVIII, los enormes tributos, la crueldad de la mita y las terribles condiciones de explotación y opresión habían generado insurrecciones en el Alto Perú. Estos levantamientos fueron brutalmente reprimidos y aplastados. El mayor fue encabezado por Túpac Amaru y Túpac Katari. Micaela Bastidas, esposa del primero, participó de numerosas acciones al frente de miles de indios, como la rebelión del Valle de Tinta. Fue ejecutada en Cuzco, junto a su familia, en 1781, luego de la derrota del movimiento. Bartolina Vargas Sisa y Gregoria Apaza, esposa y hermana respectivamente de Túpac Katari, fueron parte del comando de un ejército popular de 80.000 indios en el cerco de La Paz de 1781. Ambas fueron apresadas y torturadas, antes de ser muertas en la horca en 1782.

Juana Azurduy, junto a su esposo Manuel Padilla, se volcó a la revolución, al calor del Mayo de 1810 en Buenos Aires, después de los sofocados alzamientos de 1809 en Chuquisaca y La Paz. Ambos eran hacendados y pusieron tierras y posesiones al servicio de la causa latinoamericana. Juana reclutaba hombres y mujeres para la guerra de guerrillas y para su batallón Leales de amazonas combatientes. Cercada por las persecuciones, perdió a cuatro de sus cinco hijos y a su marido, en batalla. Peleó a las órdenes de Güemes y de Belgrano, quien le otorgó el grado de teniente coronela. 

En 1812 los realistas cercaban Cochabamba. El gobernador, Antezana, preparaba la rendición, mientras miles de pobladores, la mayoría mujeres, se reunían en la plaza para organizar la defensa. Casi todas ellas pertenecían a las clases populares: armadas de cuchillos, palos, barretas y piedras se apoderaron de la artillería y prepararon, desde la colina de San Sebastián, una resistencia que enfrentó la superioridad enemiga durante tres horas. Murieron treinta mujeres. Se las recuerda como las Cochabambinas o las Heroínas de la Coronilla.

María Remedios del Valle, junto con su madre, su tía y su hermana, todas afrodescendientes y esclavas, participaron en la batalla de Ayohúma, en 1813. María del Valle luchó, fusil en mano, fue herida y cayó prisionera. Ya había peleado en Tucumán en los ejércitos de Belgrano, quien la había nombrado Capitana. Sus pares varones la bautizaron “Madre de la Patria”.

Y así, hubo muchas más, apenas nombradas o directamente ignoradas por la historia.

La Primera Independencia del Imperio Español costó años de cruentas batallas, que se extendieron hasta 1824.  Con el fin de la guerra y de la unidad militar entre ricos y pobres, se puso en claro que la independencia no significaba lo mismo para la elite criolla gobernante que para los sectores populares.  Las clases dirigentes, propietarias y profesionales, se fueron entregando a otros amos y las necesidades de los más humildes siguieron postergadas. Heroínas como Juana Azurduy o María Remedios del Valle murieron en la miseria. 

Hoy, nuestros países, encadenados al FMI y a los demás buitres, enfrentan el reto de lograr una Segunda Independencia. Como en aquellos tiempos, no será posible sin la participación activa de las mujeres. Pero no la alcanzaremos solo con movilizaciones, aunque sean de centenares de miles, como las que ya protagonizamos. Para conseguir una emancipación Definitiva, necesitamos un Mayo Obrero: las obreras y trabajadoras debemos encabezar una nueva revolución junto a nuestros compañeros varones, que conduzca a nuestra clase al gobierno.